jueves, 29 de enero de 2009

Loco afán

La Chumilou era brava decían las otras travestis. La Chumilou era de armas tomar cuando alguna aparecida le robaba algún cliente. Ella era la preferida, la más buscada, el único consuelo de los maridos aburridos que se empotaban con su olor de maricón ardiente. Por eso, el aguijón sidoso la eligió como carnada de su pesca milagrosa. Por trágatelas todas, por comenunca, por incansable cachera de la luna monetaria. Por golosa, no se fijó que en la cartera ya no le quedaban condones. Y eran tantos billetes, tanta plata, tantos dólares que pagaba ese gringo. Tanto maquillaje, máquinas de afeitar y cera depilatoria. Tantos vestidos y zapatos nuevos para botar los zuecos pasados de moda. Tanto pan, tantos huevos y tallarines que podía llevar a su casa. Eran tantos sueños apretados en el manojo de dólares. Tantas bocas abiertas de los hermanos chicos que la perseguían noche a noche. Tantas muelas cariadas de su madre que no tenía plata para ir al dentista, y la esperaba en su insomne madrugada con ese clavo ardiendo. Eran tantas las deudas, tantas las matrículas de colegio, tanto por pagar, porque ella no era ambiciosa como decían los otros colas. La Chomilou se conformaba con poco, apenas una pilcha de ropa americana, una blusita, una falda, un trapo ajado que la madre cosía por aquí , entraba por acá, pegándole encajes y brillos, acicalando el uniforme laboral de la Chumi.
Diciéndole que tuviera cuidado, que no se metiera con cualquiera, que no olvidará el condón, que ella misma se los compraba en la farmacia de la esquina, y tenía que pasar la vergüenza de pedirlos. Pero esa noche no le quedaba ninguno, y el gringo impaciente, urgido por montarla, ofreciendo el abanico verde de sus dólares. Entonces la Chumi cerró los ojos y estirando la mano agarró el fajo de billetes. No podía ser tanta su mala suerte que por una vez, una sola vez en muchos años que lo hacía en carne viva, se le iba a pegar la sombra. Y así la Chumi, sin quererlo, cruzó el pórtico entelado de la plaga, se sumergió lentamente en las viscosas aguas y sacó pasaje de ida en la siniestra barca. Fue un secuestro inevitable, decía. Además ya he vivido tanto, han sido tan largos mis veinticinco años, que la muerte me cae y la recibo como vacaciones.
[...]
La Chumilou murió el mismo día que llegó la democracia, el pobre cortejo se cruzó con las marchas que festejaban el triunfo del NO en la Alameda.

Pedro Lemebel
Crónicas de Sidario