sábado, 3 de septiembre de 2011

Me gustaban esas tardes de verano (de un verano de verdad) cuando sonaba el timbre del colegio y podía pararme bajo ese árbol florido a esperar mientras todos se iban sólo por el gusto de irme con ella. Lo recuerdo con mucho cariño, tirar barquitos de papel a la inundación de ese patiecillo central, las goteras del pasillo de techo semicilíndrico, las mesas de trapecio, guerras de agua con botella, la melancolía de llegar a santa ana, las clases en la sala de música, sus celos esporádicos y su inexplicable ternura, el romero de la sala que parecía barco, las cortinas rosadas que se volaban, los coyak de soda, su sonrisa cruel, las salidas al techo, las hojas secas por marín, los columpios de madera, las tardes en busta, la callecita del recorrido alernativo cuyo nombre olvidé, las mil escaleras hasta el cuarto piso, el amanecer desde santa isabel... tantas cosas a las que al final renuncié y no sé por qué. En algún momento mi vida se detuvo y cómo me gustaría que volviera...

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